lunes, 31 de marzo de 2008

ese silencio inconmensurable

pero antes ella solía querer ser libre, siempre.
tomar su mate por las mañanas, sentada,
sin pensar ni dudar, más bien como esperando
que un milagro sucediera. abría la puerta
de la casa y se quedaba ahí, sentada
en el sofá, mirando hacia el patio del edificio.
en silencio. era una mujer que conocía el silencio
en la forma más pura o más cercana. no decía nada.
no porque no tuviera nada que decir,
sino porque de nada servía decir cualquier cosa.
las cosas de igual modo sucederían,
de forma tan natural la alegría o el fracaso.
luego entraba otra vez al cuarto, me ofrecía mate
y se recostaba junto a mí, con un cigarrillo
y ese silencio inconmensurable.
se acostaba junto a mí y yo la sentía tan sabia
que cualquier cosa que me pasara por la cabeza
me resultaba una tontería, y no sabía qué decir,
sino esperar. de pronto sonreía.
jamás ojos así habían logrado sacarme las ganas
de proseguir el momento, de alargarlo un poco más
y esperar que mi nombre se volviera su silencio,
que mi escritura saliera de su cuerpo.
muchas veces estuvimos crudos, pero ella
siempre parecía comprenderlo todo y alejarse
en un caballo de humo hacia algo que en ese entonces
estaba seguro se llamaba belleza. obvio,
a su lado yo era el monstruo de siempre,
el que todo lo hundía,
a pesar de todo el amor que jamás sentí.

ella salía del baño, se vestía:
una falda muy corta, blusa de tirantes
y se maquillaba frente a un espejo manchado
por los días y las noches, sombras en sus ojos
que eran una amenaza para los débiles de voluntad.
se ponía las sandalias y salía de casa,
sin cerrar la puerta.

ahora sé que me vale un pito la cursilería
y que a pesar de los insultos, las copas rotas,
la sangre y el llanto y esas flores de papel,
ella fue el amor de mi vida –si acaso
la vida es un cuarto lleno de abismos
y con vista al mar-,
la única mujer con la que me gustaría
compartir este momento, la música,
el vino y las cenizas,
antes de dormir.