jueves, 19 de agosto de 2010

no te creas gandalla



lo mejor
que
puedes hacer
antes
de continuar

de arrojarte
por el ojo
de la cerradura
o
tumbar
la puerta

las paredes

y dejarte caer
sencillamente

al abismo

lo mejor
es
alejarte
y

quedarte
a solas

contigo

insoportable
mente

contigo

quizá los libros
pero

sólo

quizá

disfrazada de muerte


eran algo más que duros, aunque sin tener verdadera dureza
William Fulkner


tenía los cabellos castaños,
como el bramido de una yegua
en el desierto.
la cara flaca y huesuda, siempre
de frente. algunas veces inclinada
hacia el suelo
ligeramente por debajo de su cuello,
como esperando encontrar
algún insecto extraño.

a pesar del frío que pudiera sentirse,
en invierno, usaba faldas pequeñas
y blusas de tirantes.

sus ojos parecían los duros ojos
de la nieve o, acaso,
los ojos de vidrio azul de un animal
de trapo
tirado en la cama de una palabra solitaria;
eran algo más que duros,
aunque sin tener verdadera dureza.

era alta y esbelta como una noche
maravillosa y llena de suerte,
donde todo es posible. incluso,
sentir que no terminará nunca;
incluso, las revelaciones blancas
de todas las locuras.
como una larga sinfonía a lo largo
de los siglos de polvo y de cristal.

por eso me acerqué y le invité un trago.
por eso me arrojé sin pensarlo dos veces
a buscar su cuerpo, entre todos los demás.
a pesar de lo intoxicado que estaba
a pesar de no tener la menor cordura.

ella estaba disfrazada de muerte, para mí.

jueves, 12 de agosto de 2010

con o sin ella

sucede que a veces uno no decide.
es decir,
se queda quieto o se siguen haciendo las cosas.
quiero decir:
uno se sigue haciendo pendejo.
intentando creer, acaso,
las historias que cuenta la tele
las palabras que dice el cura
a las siete de la noche
o esas confesiones de tu amigo
el borracho
que se cuelga de tu silencio,
en la cantina,
para no hundirse en su miseria.

sucede simplemente así
sin pensarlo
algo así como quedarse mirando por la ventana,
en algún café de chinos mugroso y
barato –como todos los cafés
de chinos-,
el paso de los coches por la calle o la avenida,
y la gente caminando de un lado para el otro –
la gente que, de algún modo,
pudiste ser tú en este poema o
en otro instante o que quizá eres
aunque no te des cuenta-
con la mente clavada en la banqueta
o en el nombre de las calles,
o perdida en el fondo cristalino oscuro
de sus especulaciones acerca de todo
lo que le falta por hacer
o de todo
lo que no hizo durante el día.
sucede así,
sencillamente
a las siete de la tarde
o
a las siete y media de la noche.

uno no decide nada, simplemente.
uno observa y de pronto se da cuenta
que a pesar de la decisión que tome en cualquier momento
el sol volverá a salir al día siguiente
y
al sol seguirá la noche
y
a la noche sueños que es imposible detener
cuando se cierran los ojos,
etcétera.

no es que no se quiera decidir sobre esto o aquello,
es decir,
sobre tomar cierta calle y caminar hasta casa
o si tomar el camión o el metro
o si quedarse sentado un rato más
mientras la leche se pudre
como una sublime interpretación del mundo.
no,
no es eso.
es simplemente que de pronto uno no decide.
los instintos son instintos
y las montañas más elevadas,
mientras esto dure,
seguirán cubiertas de nieve y de nubes
hinchadas de miradas.

a pesar de todo, la única forma de continuar,
levantarse
y poder seguir adelante
hacia el destino propio que es el de todos
y tiene el rostro esplendoroso de la soledad
final que no es espera.

con decisión o sin ella.

para bien o para mal.

martes, 10 de agosto de 2010

ella se asoma a esta página

bebo tinto en una taza blanca y fumo delicados con filtro
cuando estamos a poco más de 30 grados centígrados
en esta noche.

hay pequeñas ideas irresolutas entre las cenizas
brincando por el aire del ventilador
alrededor de la mesa.

hay un sol negro dibujado en la habitación
y mi mujer cose una blusa con tela
llena de flores.
una blusa nueva para las fiestas.

escucho la radio por internet,
mientras pierdo el tiempo
saltando de una página en otra,
leyendo los fragmentos
de unas cartas escritas por Cortázar,
cuando vivió en París.

la música experimental
no tiene sentido,
salvo cuando no
tienes nada qué hacer
o cuando tienes
pocas cosas interesantes
en qué pensar.

una sonata para
viola solo
transmitida a las 9
de la noche
con
59 minutos
desde la ciudad de México
justo para dar por terminado
el programa de
Cristina Urías
a quien conozco desde
hace varios años
(solamente por su voz):

cuando:
me quedaba las noches enteras y
contaminadas en la azotea
de un cuarto
al norte del defectuoso,
intentando concentrar la fuerza
para dar en el punto clave
descubriendo mis escupitajos
y mis borracheras
y mis vomitadas
y las montañas incendiadas
y los desiertos gélidos
de mi escritura

para tumbar de un madrazo
todos los árboles del bosque
y secar de un silencio
los mares de todos los océanos
y aplastar con una palabrota
las ciudades y entonces
hacer reír a los sobrevivientes
y hacer llover.

bienvenida la tormenta.

le digo a mi mujer:
la voz de Cristina Urías es hermosa.
mi mujer me mira
como a un demente que no sabe
dónde ha dejado sus tenis
y camina descalzo sobre el hielo
mientras señala la constelación
de una mujer de fuego.

está bien en la radio, me dice.

los celos son de las pocas cosas
que no se agotan nunca.

bebo mi tinto en la taza blanca
y fumo,
y pienso que todavía hay muchas cosas
por aprender.

he conocido pedazos del infierno,
y no conozco París.