domingo, 20 de julio de 2008

El séptimo día de la semana

II

(Weekend en el Parque Lecoc)

En el Parque Lecoc llegan las familias a pasar un día de campo. El invierno
les pone abrigos como si el tiempo diera respuestas. Pasan parejas
de la mano o abrazadas y se ven felices, como si nada les hiciera daño,
y miran a través de las jaulas a los animales, los contemplan,
se entretienen, parece que nunca han peleado e incluso algunas
parecen haber sido siempre felices, como en las películas.
Anulan la separación; eso no es parte de sus vidas. Miran a los animales,
se dicen cosas entre sí o se ríen porque un venado trata de montarse
en una de las hembras del rebaño.

Algunos enamorados están sentados en el punto exacto del atardecer
e incluso el sol ha lavado sus rostros, sus cabellos, sus ideas
sobre el aburrimiento o el vacío; y beben mate.

Una mujer mira a una changa que en el interior de la jaula abraza a su crío dormido,
y siente ternura y le dice a su güey mira qué lindo y él la abraza y juntos miran
esa enorme jaula como iglú atascada de monos que se gruñen y pelean
por su territorio, junto a ese montón de rocas artificiales. Los enamorados
y los changos son parte del Parque Lecoc como los árboles y los jardines
y las jaulas y los coches y aquel sucio lago y los eucaliptos rayados y el atardecer
que se va y las sombras y ella y yo.

Cualquier cosa que piense sobre lo que sienten esos animales enjaulados
nunca sabré si acaso fue cierta,
pero miro a la gente que es la misma gente que de lunes a viernes
la jode su trabajo y piensa en cómo diablos habrá de sobrevivir hasta fin de mes
y en deudas y en coches deportivos y en cómo se le ha ido la vida
y en cómo carajo ha podido resistir.

Miro a los enamorados y a los niños sorprendidos por la leona
que sale de su jaula justo cuando llega su alimento
y toman fotografías porque eso es justo lo que hay que hacer
a esa hora de la tarde.
Se detienen y señalan como si fuese algo imposible, y los niños
parecen aún más felices de ver a la fiera caminar; una leona hambrienta
que atraviesa el atardecer de este domingo, hambrienta.
Y las familias se van contentas por los caminos junto a los enamorados,
y casi todos parecen haber olvidado que lentamente desaparecemos;
y las niñas y los niños corren, vuelven a perseguirse
como perros sueltos en el campo.




III

Camino por la calle y veo a un tipo parado frente
al ventanal de un restaurante, mira fijamente
hacia adentro, muy concentrado,
como si fuera manya de hueso colorado
y en el interior del restaurante,
en un televisor con pantalla gigante de plasma,
transmitieran el clásico del Uruguay.

El tipo es un tipo jodido, un teporocho
de las calles montevideanas
que no se ha bañado en días
y que seguramente no ha tenido una mujer
todavía en más días,
pero eso no impide que mire concentradísimo,
atento, por el ventanal,
como si fuera un gol de Peñarol.

Cuando cruzo por atrás suyo
no puedo evitar mirar
hacia el interior del restaurante
y tras el ventanal no hay juego de fútbol
ni televisión ni nada, sino mesas vacías
alrededor de una enorme mesa
donde una familia
abrigada del invierno -muchos niños-,
bebe refrescos y cena una enorme pizza,
bajo una luz parecida a la que sale
de los cuadros de Rembrandt.

También así son los domingos, pienso,
mientras me alejo con unas ganas tremendas
de un trago de tequila,
y sin un peso en la bolsa siento el frío
de las calles vacías de esta ciudad.

manten la calma

nunca pensé que alguna noche
con una mujer a mi lado,
una mujer caliente y drogada,
se me quitaran las ganas de coger

en este apartamento
no es fácil escuchar los ruidos
de la calle y el sol
nunca se ve por las ventanas

enciendo un cigarro
mientras ella se prepara otra
línea de coca sobre
un libro de Henry Miller

le doy un trago a mi vaso
y miro el reloj que cuelga
en la pared como un insecto:
son las diez de la mañana

es bueno de vez en cuando
perder el sueño
uno recuerda que nunca
estamos a salvo

no pienso en nada más