jueves, 25 de junio de 2009

la pandilla de la Providencia

en casa del Omar solíamos escuchar
Patxi Andión o José Alfredo,
en el cuarto de los Castro
Arturo Meza, Portishead,
o en la azotea
Cohen, Lou Reed;
música para
antes de lanzarnos a la pelea nocturna
entre tragos y apuestas
para conquistar alguna morra caliente,
sin miedo, capaz de naufragar,
de no parecerse a nadie
y emborracharse a solas
con cualquiera de nosotros, los hermanos
invencibles, los lacras, los gandallas
los gachos
perros hambrientos de la plebe.
el cuarteto de la Providencia,
nuestro origen
y
nuestro destino, entonces, pequeñito
como la higuera de la abuela o
como navaja de afeitar para suicidas.
tirar el trompo del azar
en el culo de la noche,
y romperle la madre.
buenos días buenas noches
buenos para nada, pero capaces de andar
a ciegas por el filo de la gran ciudad,
penetrar su mugre, derrotados
o
victoriosos,
qué chingados importaba.
con el balón de nuestro lado.
pandilla fiel de mi costado.
inspeccionando el laberinto de todas las colonias,
usurpando la mediocridad, la nuestra.
con sed de cuerpo.
con sed de ser en una vieja olvidadiza
o borracha, en una vieja parecida
a las extrañas noches estrelladas
del oriente de la gran ciudad.
nuestro defectuoso recorrido entre risas y tragos.
en naves robadas o propias.
éramos la pandilla más afortunada
de una película cuyo director era el mismísimo diablo
y, sin embargo, en esas borracheras,
Omar siempre nos hablaba de los viajes necesarios
al final del mundo,
de los corazones húmedos de ciertas mujeres
que lo perdonaron
-los jardines de Luxemburgo-,
mientras Isra nos callaba a patadas con su risita
atascada de triunfo y esperanza,
con su grandiosa disciplina que lo llevó al estrellato,
y el Iván tan adicto, tan valiente,
tan desmadroso como el maravilloso instante que precede
a la creación.
carnales para siempre en esta vida y en la otra.
aunque en la otra nada importe
o nada exista.

nuestros asaltos, nuestros toques,
nuestras persecuciones.
nuestros muertos.
nuestras aventuras en las carreteras crepusculares,
en las rabiosas calles del distrito federal;
nuestras cascaritas invictas hasta
la derrota aquella en Baja California Norte,
afuera del 215.
nuestra juventud arrojada al fuego.

y ahora divorcios,
hijas, viajes, soledades.
la distancia en tanta yerba crecida,
en cientos de fotografías
donde
no salimos juntos.

los sigo esperando en esta habitación oscura,
con vista al mar turquesa de la espera,
carnales para siempre,
atascada de botellas finas y mujeres
lujuriosas.
con todas las ganas de reventar.

algún día, siempre,
otra vez.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Aunque formé parte de ese clan, lateralmente, como dirían los clásicos: parece que fue ayer. Por el ayer, siempre bienvenido.

Esperemos volvamos a coincidir pronto, para rendirle un homenaje a aquella pandilla...

Mario