jueves, 18 de julio de 2013

la vendedora de palomitas en la gasolinera

llego a la gasolinera a cargar 20 litros.
llueve ligeramente. los faros de los autos
son el testimonio alucinante del futuro.
una mujer parece salir del realismo infra
apostillado en el paisaje.
se acerca con grandes bolsas en las manos.
"¿no lleva palomitas?", me pregunta.
es sencilla la pregunta, pero me confundo.
el tipo de la gas me cobra. pago.
"gracias", le digo a la mujer, "otro día".
"¿ya recibió a Cristo en su corazón?", 
me pregunta la mujer. 
el gasolinero me da el cambio.
la mujer sigue ahí, parada en medio
de una lenta lluvia, sin mojarse. 
quieta como el presente perpetuo,
estatua fantasma o proyección
de mi mente.
le pido factura al gasolinero.
la mujer se da la vuelta y se va.
pienso en mi madre y en mi mujer.
imagino a la vendedora de palomitas
preparando todas esas bolsas
para venderlas en la gasolinera.
y en seguida hablar de Cristo.
¿dónde estarán sus hijos? 
¿cómo habrá sido su infancia?
todo es confuso. la vida es confusa. 
un laberinto dentro de otro laberinto
interminable. una película kafkiana
entre el humo y el sopor del colapso
donde respira la enferma necesidad
de las huellas.
confusión de realidades.
la lluvia y los faros de los autos, confusos. 
el gasolinero, confuso.
me da la factura. enciendo el auto
repuesto con sus 20 litros
para una semana más. 
giro y por el retrovisor miro a la mujer 
con sus bolsas, 
alejándose de otra ventanilla.
me acerco. se queda pálida y quieta.
por un momento parece que soltará las bolsas
y se echará a correr: "disculpe,
¿me da una bolsa de palomitas, por favor?".
la vendedora sonríe y los músculos de su rostro
se relajan. se acerca a la ventanilla.
"diez pesos", dice.
"¿ya recibió a Cristo en su corazón?",
"no señora, gracias.
sólo quiero las palomitas", le digo.
"hay que recibirlo,
hay que recordar que Cristo murió
por nosotros
y hay que recibirlo para volver a nacer.
hay que morir para volver a renacer
y salvarnos", dice la mujer, agitada
y sonriente.
sus labios son delgados como las luces
de los autos proyectadas en el vacío.
de las grandes bolsas saca una
pequeña y transparente con palomitas.
"¿sabe cuántos años tengo?", pregunta
a punto de darme las palomitas,
"83 años y sigo vendiendo", dice
extendiéndome la bolsa.
"bien", le digo, "gracias".
"si hoy no lo hace, la próxima vez 
que le inviten, abra su corazón a Cristo".
"está bien, señora, gracias. cuídese",
le digo y me voy.
en el retrovisor veo cómo alza la mano
para despedirme y santificarme.
después se encamina a otro auto
y pienso en los amantes
que habrá tenido, en sus 83 años,
en las despedidas, en sus partidas, 
en todo lo que no ha vivido
en lo que ha dejado y en todas las renuncias
de su corazón. en la radio sintonizo
una rola de una banda de los 90.
nubes negras cubren el cielo y la lluvia
no deja de caer.

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