al volver de la playa, mi mujer cortó una flor
roja y la puso en un vaso con agua.
después la colocó en mi escritorio. es parra
ti,
me dijo, añadiendo que le gustaban esas flores
y usó casi las mismas palabras que alguna vez
tú también usaste para referirte a la misma
flor.
esta mañana,
la flor amaneció decapitada sobre la solapa
de un viejo libro empolvado de Robert Lowell.
y a pesar de su muerte, quizá por inercia,
la volví a colocar en el agua del vaso,
mientras pensaba en el delicado gesto de mi
mujer
y en el destino estructural del lenguaje
cotidiano usado para referirnos también a la
belleza.
tomé el libro de Lowell, lo sacudí y lo abrí al
azar,
justo en el poema que una tarde de invierno
leíste
desnuda, fría y lentamente, a la orilla del
trago
más amargo de la felicidad, a la luz del
adulterio,
y reviví cómo cayeron, con suave ternura, un
par
de infinitas lágrimas tuyas.
la vida está llena de casualidades y misterios,
como de caminos bifurcados por necesidad –o no.
y un buen día aparecen ciertas edades y albas
y te das cuenta de haber sido dichoso alguna
vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario